jueves, 26 de octubre de 2023

DOS DE MAYO DE DOS MIL VEINTITRÉS

  
  Llegué de la universidad y vi sentada a mi abuela en el sillón, frente a la tele. Allí pasa sus horas, allí ha pasado su vida. Muchas son los televisores que se han posado frente a sus ojos, horas y horas de noticiarios, comedias, late-shows, noticias de último minuto desde el sitio del suceso, eternos e infartantes diálogos interrumpidos por reclames, yogures milagrosos para el colon, osteoartic, lo mismo pero más barato y blablablá. Hola mijito cómo está, bien y tú mami, cansado pero bien, hace frío, sí qué frío hace, oye tráeme un vasito de agüita de la cocina querí por favor.


Luego pan tostado. Pero sin miga. Por ningún motivo miga. Allí estoy yo entonces, media marraqueta en la mano, haciendo uso del chuchillo serrucho, dejando caer migas blancas que caen como nieve sobre el mantel. Quédate tranquila mami, yo te llevo para allá. Fósforo, fuego, llama, tostador, pan. Pan tostándose. Ahora sólo queda esperar que se dore el centro, que comiencen a quemarse las orillas. Apoyo mi cabeza en la ventana, muevo con mi mano la cortina quemada en la punta, miro hacia el patio, observo, me abstraigo, recuerdo, intento huir del pan tostado y de mi abuela que lo espera ansiosa en el comedor. Lloro mientras escribo esto. Entonces veo allí afuera a cinco niños. De dónde salieron, quiero preguntarme. Pero no puedo formular la pregunta, algo me dice que me limite a escucharlos, que no intente desmarañar la lógica. Veo pues a los niños, ahí están los niños. Van de aquí para allá, revoltosos. Parecen no verme. Cómo habrán entrado a la casa, intento preguntarme, pero está prohibido. De pronto uno saca una pelota de su polera y comienza a patearla, los demás acuden al llamado futbolístico y entonces partido de dos versus tres. Ganan los tres. Allí van de nuevo. Cientos de partidos de cinco segundos juegan en un minuto. Los niños parecen volar de tan rápido que corren. De pronto parecen desaparecer, entonces uno cuenta hasta veinte y sale a buscar a los demás, un dos tres por mí y por todos mis compañeros, oye pero eso no se puede, bolaca, no no no, no hay bolaca aquí, oye pero tú no pones las reglas, oye pero no seai llorón, ya córtenla que tenemos que ir a cambiarnos de ropa. Diego, Diego, Diego. Diego… Diego (…). Diego. DIEGO. El pan. El pan. El pan se te está quemando.

miércoles, 25 de octubre de 2023

EXPERTO MANEJO DEL ESPAÑOL

    he aquí un silenciado
    sé hablar perfectamente español
 
hace muchos siglos tocaron esta tierra
barbudos y hediondos hombres
nos obligaron a bajar de las montañas
donde el sol quemaba fuerte
pusieron cemento a la tierra
y nos arrancaron las vocales de la garganta
 
    y he aquí un silenciado
    con perfecto manejo del español
 
mi bisabuela hubo de haber olvidado
en el alto desierto en que creció
un saco lleno de palabras
que resistió tenaz quizás cuánto
y allí de seguro seguirá
 
un día hubo de escapar del desierto
del salitre y de tanto polvo
ay cuánto polvo
un día llegaron hasta aquí
hasta algún peladero santiaguino
y cuánto polvo se encontró y cuántas lluvias
 
y aquí estoy yo silenciado
manejo del español c dos su señoría
 
el polvo y los peladeros desaparecieron
en su lugar: casas pareadas
estrechos cortos y nostálgicos pasajes
que en septiembre exhiben orgullosos
banderas chilenas
 
    y aquí estoy yo
    experto manejo del español
en una morena sala me enseñaron
a pronunciar school y good afternoon
y de pronto busco
el seco y desértico saco de palabras
que mi bisabuela olvidó
y hallarlo es imposible
alguien se encargó de que nadie
pensara siquiera en buscarlo
 
mi boca quiere decir cosas
que rebosan la lengua con la crecí
algo hay en mí
que no puede pronunciarse con
    experto manejo del castellano
    experto manejo en castellano chileno

lunes, 28 de agosto de 2023

RECREO

        Mis compañeros siempre estaban atentos. Conocían cosas. Miraban todo lo que se movía menos los números y las letras que se dibujaban en la pizarra. Aunque así no lo creyeran nuestros adultos a cargo, atendíamos a la cosas, no así a la voz chillona y monótona del profesor de matemáticas que se supone nos preparaba para la vida universitaria. En las ventanas de nuestra sala en el segundo piso había una especie de malla fina hecha de metal, que nos defendía de los pelotazos que salían disparados de la olla que era esa cancha pelarodillas. Juveniles, adolescentes, mis compañeros iban de aquí a allá riéndose de todos, repartiendo wates entre sus cabezas, desafiando tímidamente a la inspectora que se paseaba por el minúsculo colegio buscando a quien enderezar. Por la mañana se movían ágiles por el colegio. Por la tarde, el sol de octubre y la clase de la señora rulienta de química, parecían derretirnos. Pero allí iban otra vez ellos, compañeros de media, a sentarse en la sombra de una tarima, lanzando pelotazos de una esquina a otra de la cancha con la fe de achuntarle a esa cámara de seguridad, cagá chica que no nos dejó nunca en paz. 

        Sonaba el timbre, siempre sonaba el timbre. Debíamos volver a clase. Poco a poco, los estudiantes dejaban pelada la cancha, único espacio digno de ese plomo colegio sanbernardino, y se disponían, felices y contentos en palabras de la intachable directora del establecimiento, a tornar a sus salas de clases (de mucha calidad y prestigio, dicho sea de paso). Al fondo, a la sombra de la confidente pared blanca, mis compañeros, yo, nosotros, ese puñado de pavos cabros chicos de media, futboleros, skaters, raperos, esperábamos sentados, intentando sacar el máximo provecho a esos quince minutos de recreo. La cancha quedaba sola. Nosotros nos quedábamos allí, desacatando el grito del timbre que nos obligaba a tornar a clases. Alguien tendría que venir a buscarnos. En algún momento ese weón del profe se va a dar cuenta que faltamo en la sala. El timbre había sonado ya hace cinco minutos. Nosotros queríamos descansar, disfrutar del privilegio de no estar cinco minutos en la clase de matemática. Queríamos estar ahí, sentados al costado de esa enredadera, sin decir palabra, pensando solamente en lo chistoso que será el momento en que se vea a lo lejos a la inspectora-paco, con su delantal burdeo, caminar enojada hacia nosotros. Queríamos que la libertad de un recreo se extendiera cinco minutos más. Quiero, hoy, que ese estar-sentado-en-la-tarima hubiese sido para siempre, que se hubiese extendido hasta el presente. Que toda mi vida hasta hoy fuera un recreo acabado, sin gente en la cancha.

        La señora de delantal burdeo sabía que debía ir a espantarnos -debía amenazarnos con algo plausible y sólo así nosotros nos volveríamos, pajeros y lentos, a la sala- pero se demoraba en llegar porque había de cumplir con obligaciones de muy perentoria ejecución. Debía en primer lugar cerrar con puerta los baños de los alumnos. No vaya a ser que, diciéndole a la profesora que tenía ganas de hacer pichí, fuera al baño alguna cabra mentirosa y en realidad se arrancara a darse besos con alguien o, peor, fuera de verdad a hacer pichí. Sonaba el timbre y la señora corría hacía los baños, llaves en mano. Más rápidos, más ágiles, los cabros de otros cursos pasaban por su lado en la misma dirección. Iban a lavarse las manos, a secarse el sudor, a tirarse agua, antes que la señora golpeara bien fuerte la puerta y echara un grito pa dentro diciendo que estas no son horas de ir al baño, que tuvieron todo el recreo, que es la última vez, que díganme su nombre y curso, que van a ir a anotados. De adentro, los cabros se reían, movían en silencio y exageradamente sus bocas imitando a la vieja que se pegaba el show diario afuera. De pronto se abría la puerta y salían todos trotando, corriendo, con confores mojados, con risas adolescentes, en dirección a sus salas. La señora-paco-inspectora, sin más remedio, se limitaba a mirar desilusionada el comportamiento reaccionario, hasta bolchevique llegó a pensar una vez, que envolvía a los liceanos grises.

       Desde nuestra olvidada esquina en la cancha nosotros esperábamos, callados, expectantes. Los gritos de la inspectora parecían venir de tres comunas más allá. No nos pertenecían, no eran para nosotros. Y La vieja se demoraría tanto en llegar. El recreo se extendía infinitamente, tanto que parece asomarse por mi ventana mientras escribo. Cuando veíamos dibujarse al otro lado de la cancha la silueta de la paco-señora-inspectora a alguno de nosotros se le escapa una pequeña risa. Tan graciosa y lejana parecía caminando hacia nosotros…       

martes, 18 de octubre de 2022

QUÉ NOMBRE LE PONGO A ESTA WEA DE CRÓNICA

 

Todo era felicidad en las poblaciones que rodeaban a la nueva estación Lo Blanco. Desde hace meses los pobladores venían viendo cómo poco a poco se iba levantando un supermercado azul en lo que antes era un peladero. Con su existencia, había crecido el flujo de vehículos, se habían instalado taxistas, y los pasajeros del metro-tren, al bajarse de los trenes, ahora tenían la posibilidad de comprar todo lo necesario para vivir. Años edificándose, años de no-avance-en-las-obras por robo de material, hasta que una mañana apareció allí, gigante y azul, el supermercado, con las puertas abiertas y con todo tipo de productos disposición de los pobladores.

El impacto del dieciocho de octubre, del que todos repiten su encanto y grandeza, no atravesó todo Chile ni todas las poblaciones de Santiago. En la población Santa Rosa, en el Refugio, en Villa Chena o en la Panamericana no pasó nada revolucionario: esa tarde los cabros chicos llegaron del colegio, se cambiaron de ropa, jugaron en la calle hasta que la sombra se extendió por el pasaje; los viejos salieron a comprar el pan y se demoraron en llegar a casa, eso sí, comentando con su vecino lo que la tele andaba diciendo sobre la mansa cagaita que estaba quedando en Plaza Italia, y pensando si es que llegaría a pasar algo parecido en San Bernardo: “¿Cree usted? Yo la verdad creo que no. Esas cosas pasan allá no más, difícil, veo difícil que pase algo por aquí”.

Pero mientras el viejo cerraba la puerta y encendía el hervidor para servir el té, y mientras el niño entraba a su casa, despidiéndose desde la puerta de su amigo, entusiasmado porque el día siguiente volverían a jugar, mientras se extendía la calma y la cotidianidad por los pasajes sanbernardinos, cuadras más allá reventaban el supermercado azul, motivo de orgullo de pobladores y empresarios.

Por allá se rumoreaba que había chipe libre, que nadie llegaría a dispersar ni a tomar detenidos porque a los pacos los habían llamado para asistir los desórdenes del centro de Santiago. No había policía en toda la comuna, por lo que mientras todos tomaban once y veían tele, en San Bernardo no había mall chino, servicentro ni supermercado que a esas horas no comenzara a ser saqueado.

Comenzaban a llegar autos, camionetas e incluso camiones llenos de pobladores que siempre habían querido comprar en el supermercado azul y que sin embargo no se puede no más po, usted me entiende. La caminata de la gente que a esa hora transitaba por avenida Lo Blanco se veía interrumpida por una voz que, desde una camioneta, le invitaba a unirse al saqueo, para robarse aunque sea un celu porque esas weas sí que son caras y ahora el supermercado azul las estaba regalando. Los estacionamientos se llenaron de autos, que ahora no llevaban dentro suyo clientes, sino saqueadores que justo en ese momento pasaron a definirse como profesionales. Corría la gente por los pasillos. Alegría, alegría de tener lo que nunca se tuvo. Carnes, dulces, leche, congelados, todo tipo de producto era idóneo para ser saqueado. Casi eran sombras los cuerpos que corrían por los pasillos. No había ningún guardia que revisara las mochilas. Las cámaras de seguridad habían sido arrancadas y ahora sólo eran pateadas de aquí pa allá por las patas de los saqueadores. No se tenía que hacer fila porque los productos ya no se pasaban por caja. Completa y democrática libertad dentro del supermercado azul.

Eso sí, en medio del saqueo sí existía una ley: nadie podía entrar al sector de tecnología. Ley impuesta por un grupo de traficantes que, con fierro en mano, habían rodeado toda la sección que incluía teléfonos, computadores, impresoras y televisores. De acá pa allá todo lo que quieran, pero esto es pa nosotros, decían.

Los rumores sobre la policía eran ciertos. Nunca llegó ni un retén. La gente corrió por los pasillos todo lo que quiso, se llevó todo lo que necesitaba e incluso un poquito más. Pelado quedó el supermercado azul. Cayó por completo la noche y, cuando todos dormían, sorpresivamente se encendió y quemó por completo. Vaya a saber uno por qué pasan esas cosas. Pero la cierto es que se quemó y ahí volvió a estar el potrero de siempre, sólo que ahora con un restos de cemento.

Al día siguiente todo eran rumores, pero de otro estilo. Se hablaba de que el vecino bombero tenía carne hasta para regalar, que el guatón Raúl había salido del supermercado con dos teles bien grandes subidas a un carrito y que se había  ido caminando con él, cruzando el puente del canal silbando y cagado de la risa, y que la gente, en fin, es tan aprovechadora y que no más habían visto la oportunidad y habían saltado. Vaya a saber uno si los rumores eran verdad (es que se dicen tantas cosas por estas calles). Lo único cierto es que el día después del dieciocho de octubre todos tenían tele nueva e hicieron asado porque el supermercado azul, el que se había puesto hace poco cerca de la estación, andaba regalando carne. Nada revolucionario pasó en el octubre de estas poblaciones sanbernardinas, pero desde luego la tele pasó a verse mejor y se pudo comer carne, cerdo y pollo.

lunes, 3 de octubre de 2022

CRÓNICA DE UNA TARDE-NOCHE EN ESTACIÓN CENTRAL


      Estación Central, combinación con el servicio Alameda-Nos, se encuentra fuera de servicio, repetía una y otra vez una voz por los monótonos altavoces. El vagón del metro nunca es silencioso, siempre hay un producto, de carácter indispensable, que se ofrece por sus pasillos, siempre llora el mismo niño, siempre los ruidos acrecientan el querer-salir-corriendo, la asfixia y la falta de aire tan características del volver a casa después de una salida. Mi misión era llegar a Estación, pero la voz de los altavoces me recordaba que debía bajarme en la estación anterior, que es pleno invierno, que son las seis de la tarde, que a estas horas no queda luz natural y que, si se le reza a los dioses correctos, quizás haya alguna farola que alumbre el camino al metro.

        Pronto se abren las puertas, voy asfixiado aún, buscando un poco de aire entre todo el tumulto que camina deprisa porque se debe llegar a cocinar, porque mañana será otro día, porque a las siete juega el colo, porque, porque siempre hay que hacer cosas más importantes que perder tiempo caminando despacio al salir del vagón. Salgo de la estación, subo las escaleras que dan a la vereda, y antes que ver cualquier cosa, lo primero que llega a mí es el sabor a carne asada: anticuchos (raro desde luego ya que es recién mayo), pollo y papás fritas. Más allá alguien ofrece cambiarme la mica a la pantalla de mi celular, veo cruzar ofrecimientos, ofertas que, según quienes me gritaban, jamás volvería a ver en ningún otro lado. Pero todo es rápido: ni siquiera camino, sino que alguien me empuja, siento a alguien fumar, siento que toda la Estación Central fuma: todo Meiggs me usa de cenicero. Pero no me importa ser cenicero si es que logro llevar a Estación Central, combinación con el servicio Alameda-Nos, la que dice la voz que está fuera de servicio, pero a la vez la única que llega a San Bernardo, especialmente diseñada para devolver a sus casas a los ambulantes que colman las calles ahora mismo.

        En medio de todo los ruidos alcanzo a oír una sirena, y los vendedores más astutos, acostumbrados a jugar el triste juego del corre-que-te-pillo, que conocen las calles más oscuras y las más idóneas a las que correr, cuales magos hacen desaparecen sus productos y huyen, sin dejar de avisar a toda voz que ahí vienen los pacos culiaos, que ayer fue la misma wea, que ya no está la mano, que no están los ánimos pa caer en cana otra vez. Quedan, como siempre, los más lentos: los haitianos a los que se les hace pesado correr con su carro lleno de aceite, pollo asado y ketchup, mostaza y mayonesa; los que venden zapatos charchas, que tienen que echarse al hombro todos los pares mientras ven como las paredes comienzan a parpadear y cambiar de color desde el verde, al rojo, verde, rojo, verde, rojo.

        Yo sigo caminando, esquivando, no siempre con los resultados esperables, a los ambulantes, como contracorriente, yendo a enfrentar a la policía. Pero en realidad no, sólo quiero volver a San bca y tomar una taza de té. Entonces el ruido de la sirena y las luces verde y roja, verde y roja, hacen finalmente acto de presencia. Paran justo en la esquina y comienzan a repartir lumazos. Ha llegado la civilización, señores. Con su música y sus luces erótico-festivas llegan los pacos: bailando al son de las farolas, dando vuelta el aceite caliente de las ollas donde se fríen sopaipillas. Pintando Estación Central de rojo y verde. Amedrentando a los ambulantes, despojándome de esas ofertas irrepetibles, de la mica nueva que iba a tener mi celular, de todos los ofrecimientos, del pollo asado, de los anticuchos y las papas fritas. 

domingo, 17 de enero de 2021

DIEZ DE NOVIEMBRE, 2020.




El sol comienza a perder fuerza sobre la casa. Estamos solos, nada hay que nos consuele. Recuerdo como un niño la postal andina: grandes montañas, enfurecidas, intentaban partir nubes en dos. El infinito pensamiento que rodeó lo subida, los aleteos del viento. Recuerdo una ciudad blanca, un gran cúmulo de piedras que se obstinada en seguir viviendo entre tanta maleza y ríos y flores y árboles incontables. Arequipa, Cusco. Mercados, carnes, verduras, frutas, manos viejas acostumbradas a los cuchillos, a rebanar mangos, a repartir las carnes, esa vieja técnica que perdura de mano en mano y que no se sabe de su existencia sino hasta que se le nombra.

Trenes, rieles, infinitas bocinas, gritos, ofrecimientos. Recuerdo todo como un niño que espera dormirse, y que en esa pequeña espera intenta recordar lo agradable, lo que no causa daño entre tanta espina que rodea a la noche.

La espera en el avión, cuántas fotos esperan sacar, han dimensionado adónde nos vamos, cuánto hemos esperado este momento, de pronto el avión se inclinaba, se apagaban las luces y al percatarme ya todos habían cerrado sus ojos. La oscuridad, la esperanza, el querer saber que será, adonde iremos, adonde realmente vamos. Mamá, papá, hermano, entre tanta espina que rodea a la noche.           

jueves, 24 de septiembre de 2020

SEPTIEMBRE DE NUEVO

 
esperándote
 se me han roto las manos
 se me despelleja la voz
y camino en las noches
                       hacia ti
te busco en el rincón del sueño
en las pequeñas noches
 que me regala la luz
y sin embargo en ocasiones
te esfumas desapareces
ya no existes
y dónde estás dónde fuiste
en qué ciudad estás siendo
 que calles te guardan
 mamá

viernes, 27 de diciembre de 2019

UN SONETO QUE NO RECUERDO HABER ESCRITO

Nada necesito. Todo es del mundo.
Quizá pido silencio y pan tostado.
Pero nada más. Que las cosas curven
sus caminos y lleguen donde deban.

Mi única necesidad es carecer.
Aporto libertad plena a las cosas.
Dejo que los sentimientos se posen
en mi el tiempo que estimen cuerdo.

Pues nada es mío. Todo es un regalo
(muchas veces de mal gusto y aciago)
que segundos antes perteneció al mundo.

Yo creo en las cosas y en los caminos,
en las manos y en los ojos que no veo.
Y desde aquí espero que todo llegue.

domingo, 25 de agosto de 2019

EYR


El último dolor de cabeza y el silencio. Días comunes traen a personas comunes, y no hace falta recalcar que aquí no pasa nada nuevo. Ni un pájaro que no sea plomo se posa sobre los postes de alumbrado, no llegan leones y se comen a los niños que juegan allí afuera. Todo es tan común y bello.

Pero el último dolor de cabeza y a dormir. El último dolor de cabeza y el silencio. La soledad pegada en el  zapato izquierdo, una música lejana que no alcanza a tocar mi puerta, las lavadoras funcionando día y noche. Dos horas antes de las diez cae el sol. Partido de fútbol de Domingo. La cancha de tierra que hoy es de cemento, las plazas, los bancos. Cortázar enlatado en mil dos páginas. El intentar no ser gente, ser algo más, transmutar mi cuerpo a papel celofán, ser cemento, ser una cuerda de guitarra. No servir. Mezclarme con el viento mientras camino. Dibujar una palabra para borrarla después. El último dolor de cabeza y el silencio.