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jueves, 26 de octubre de 2023
DOS DE MAYO DE DOS MIL VEINTITRÉS
miércoles, 25 de octubre de 2023
EXPERTO MANEJO DEL ESPAÑOL
sé hablar perfectamente español
barbudos y hediondos hombres
nos obligaron a bajar de las montañas
donde el sol quemaba fuerte
pusieron cemento a la tierra
y nos arrancaron las vocales de la garganta
con perfecto manejo del español
en el alto desierto en que creció
un saco lleno de palabras
que resistió tenaz quizás cuánto
y allí de seguro seguirá
del salitre y de tanto polvo
ay cuánto polvo
un día llegaron hasta aquí
hasta algún peladero santiaguino
y cuánto polvo se encontró y cuántas lluvias
manejo del español c dos su señoría
en su lugar: casas pareadas
estrechos cortos y nostálgicos pasajes
que en septiembre exhiben orgullosos
banderas chilenas
experto manejo del español
en una morena sala me enseñaron
a pronunciar school y good afternoon
y de pronto busco
el seco y desértico saco de palabras
que mi bisabuela olvidó
y hallarlo es imposible
alguien se encargó de que nadie
pensara siquiera en buscarlo
que rebosan la lengua con la crecí
algo hay en mí
que no puede pronunciarse con
experto manejo del castellano
experto manejo en castellano chileno
lunes, 28 de agosto de 2023
RECREO
Mis compañeros siempre estaban
atentos. Conocían cosas. Miraban todo lo que se movía menos los números y las
letras que se dibujaban en la pizarra. Aunque así no lo creyeran nuestros
adultos a cargo, atendíamos a la cosas, no así a la voz chillona y monótona del
profesor de matemáticas que se supone nos preparaba para la vida universitaria.
En las ventanas de nuestra sala en el segundo piso había una especie de malla
fina hecha de metal, que nos defendía de los pelotazos que salían disparados de
la olla que era esa cancha pelarodillas. Juveniles, adolescentes, mis
compañeros iban de aquí a allá riéndose de todos, repartiendo wates entre sus
cabezas, desafiando tímidamente a la inspectora que se paseaba por el minúsculo
colegio buscando a quien enderezar. Por la mañana se movían ágiles por el
colegio. Por la tarde, el sol de octubre y la clase de la señora rulienta de
química, parecían derretirnos. Pero allí iban otra vez ellos, compañeros de
media, a sentarse en la sombra de una tarima, lanzando pelotazos de una esquina
a otra de la cancha con la fe de achuntarle a esa cámara de seguridad, cagá
chica que no nos dejó nunca en paz.
La señora de delantal burdeo sabía que debía ir a espantarnos -debía amenazarnos con algo plausible y sólo así nosotros nos volveríamos, pajeros y lentos, a la sala- pero se demoraba en llegar porque había de cumplir con obligaciones de muy perentoria ejecución. Debía en primer lugar cerrar con puerta los baños de los alumnos. No vaya a ser que, diciéndole a la profesora que tenía ganas de hacer pichí, fuera al baño alguna cabra mentirosa y en realidad se arrancara a darse besos con alguien o, peor, fuera de verdad a hacer pichí. Sonaba el timbre y la señora corría hacía los baños, llaves en mano. Más rápidos, más ágiles, los cabros de otros cursos pasaban por su lado en la misma dirección. Iban a lavarse las manos, a secarse el sudor, a tirarse agua, antes que la señora golpeara bien fuerte la puerta y echara un grito pa dentro diciendo que estas no son horas de ir al baño, que tuvieron todo el recreo, que es la última vez, que díganme su nombre y curso, que van a ir a anotados. De adentro, los cabros se reían, movían en silencio y exageradamente sus bocas imitando a la vieja que se pegaba el show diario afuera. De pronto se abría la puerta y salían todos trotando, corriendo, con confores mojados, con risas adolescentes, en dirección a sus salas. La señora-paco-inspectora, sin más remedio, se limitaba a mirar desilusionada el comportamiento reaccionario, hasta bolchevique llegó a pensar una vez, que envolvía a los liceanos grises.
Desde nuestra olvidada esquina en la cancha nosotros esperábamos, callados, expectantes. Los gritos de la inspectora parecían venir de tres comunas más allá. No nos pertenecían, no eran para nosotros. Y La vieja se demoraría tanto en llegar. El recreo se extendía infinitamente, tanto que parece asomarse por mi ventana mientras escribo. Cuando veíamos dibujarse al otro lado de la cancha la silueta de la paco-señora-inspectora a alguno de nosotros se le escapa una pequeña risa. Tan graciosa y lejana parecía caminando hacia nosotros…
martes, 18 de octubre de 2022
QUÉ NOMBRE LE PONGO A ESTA WEA DE CRÓNICA
Todo era felicidad en las poblaciones que rodeaban a la nueva estación Lo Blanco. Desde hace meses los pobladores venían viendo cómo poco a poco se iba levantando un supermercado azul en lo que antes era un peladero. Con su existencia, había crecido el flujo de vehículos, se habían instalado taxistas, y los pasajeros del metro-tren, al bajarse de los trenes, ahora tenían la posibilidad de comprar todo lo necesario para vivir. Años edificándose, años de no-avance-en-las-obras por robo de material, hasta que una mañana apareció allí, gigante y azul, el supermercado, con las puertas abiertas y con todo tipo de productos disposición de los pobladores.
El impacto del dieciocho de octubre, del que todos repiten su encanto y grandeza, no atravesó todo Chile ni todas las poblaciones de Santiago. En la población Santa Rosa, en el Refugio, en Villa Chena o en la Panamericana no pasó nada revolucionario: esa tarde los cabros chicos llegaron del colegio, se cambiaron de ropa, jugaron en la calle hasta que la sombra se extendió por el pasaje; los viejos salieron a comprar el pan y se demoraron en llegar a casa, eso sí, comentando con su vecino lo que la tele andaba diciendo sobre la mansa cagaita que estaba quedando en Plaza Italia, y pensando si es que llegaría a pasar algo parecido en San Bernardo: “¿Cree usted? Yo la verdad creo que no. Esas cosas pasan allá no más, difícil, veo difícil que pase algo por aquí”.
Pero
mientras el viejo cerraba la puerta y encendía el hervidor para servir el té, y
mientras el niño entraba a su casa, despidiéndose desde la puerta de su amigo,
entusiasmado porque el día siguiente volverían a jugar, mientras se extendía la
calma y la cotidianidad por los pasajes sanbernardinos, cuadras más allá reventaban
el supermercado azul, motivo de orgullo de pobladores y empresarios.
Por
allá se rumoreaba que había chipe libre, que nadie llegaría a dispersar ni a
tomar detenidos porque a los pacos los habían llamado para asistir los
desórdenes del centro de Santiago. No había policía en toda la comuna, por lo
que mientras todos tomaban once y veían tele, en San Bernardo no había mall
chino, servicentro ni supermercado que a esas horas no comenzara a ser
saqueado.
Comenzaban
a llegar autos, camionetas e incluso camiones llenos de pobladores que
siempre habían querido comprar en el supermercado azul y que sin embargo no se
puede no más po, usted me entiende. La caminata de la gente que a esa hora transitaba por
avenida Lo Blanco se veía interrumpida por una voz que, desde una camioneta, le
invitaba a unirse al saqueo, para robarse aunque sea un celu porque esas weas
sí que son caras y ahora el supermercado azul las estaba regalando. Los
estacionamientos se llenaron de autos, que ahora no llevaban dentro suyo
clientes, sino saqueadores que justo en ese momento pasaron a definirse como
profesionales. Corría la gente por los pasillos. Alegría, alegría de tener lo
que nunca se tuvo. Carnes, dulces, leche, congelados, todo tipo de producto era
idóneo para ser saqueado. Casi eran sombras los cuerpos que corrían por los
pasillos. No había ningún guardia que revisara las mochilas. Las cámaras de
seguridad habían sido arrancadas y ahora sólo eran pateadas de aquí pa allá por
las patas de los saqueadores. No se tenía que hacer fila porque los productos
ya no se pasaban por caja. Completa y democrática libertad dentro del
supermercado azul.
Eso
sí, en medio del saqueo sí existía una ley: nadie podía entrar al sector de
tecnología. Ley impuesta por un grupo de traficantes que, con fierro en mano,
habían rodeado toda la sección que incluía teléfonos, computadores, impresoras
y televisores. De acá pa allá todo lo que quieran, pero esto es pa nosotros,
decían.
Los
rumores sobre la policía eran ciertos. Nunca llegó ni un retén. La gente corrió
por los pasillos todo lo que quiso, se llevó todo lo que necesitaba e incluso
un poquito más. Pelado quedó el supermercado azul. Cayó por completo la noche
y, cuando todos dormían, sorpresivamente se encendió y quemó por completo. Vaya
a saber uno por qué pasan esas cosas. Pero la cierto es que se quemó y ahí
volvió a estar el potrero de siempre, sólo que ahora con un restos de
cemento.
Al día siguiente todo eran rumores, pero de otro estilo. Se hablaba de que el vecino bombero tenía carne hasta para regalar, que el guatón Raúl había salido del supermercado con dos teles bien grandes subidas a un carrito y que se había ido caminando con él, cruzando el puente del canal silbando y cagado de la risa, y que la gente, en fin, es tan aprovechadora y que no más habían visto la oportunidad y habían saltado. Vaya a saber uno si los rumores eran verdad (es que se dicen tantas cosas por estas calles). Lo único cierto es que el día después del dieciocho de octubre todos tenían tele nueva e hicieron asado porque el supermercado azul, el que se había puesto hace poco cerca de la estación, andaba regalando carne. Nada revolucionario pasó en el octubre de estas poblaciones sanbernardinas, pero desde luego la tele pasó a verse mejor y se pudo comer carne, cerdo y pollo.
lunes, 3 de octubre de 2022
CRÓNICA DE UNA TARDE-NOCHE EN ESTACIÓN CENTRAL
Estación Central, combinación con el servicio Alameda-Nos, se encuentra fuera de servicio, repetía una y otra vez una voz por los monótonos altavoces. El vagón del metro nunca es silencioso, siempre hay un producto, de carácter indispensable, que se ofrece por sus pasillos, siempre llora el mismo niño, siempre los ruidos acrecientan el querer-salir-corriendo, la asfixia y la falta de aire tan características del volver a casa después de una salida. Mi misión era llegar a Estación, pero la voz de los altavoces me recordaba que debía bajarme en la estación anterior, que es pleno invierno, que son las seis de la tarde, que a estas horas no queda luz natural y que, si se le reza a los dioses correctos, quizás haya alguna farola que alumbre el camino al metro.
Pronto se abren las puertas, voy asfixiado aún, buscando un poco de aire entre todo el tumulto que camina deprisa porque se debe llegar a cocinar, porque mañana será otro día, porque a las siete juega el colo, porque, porque siempre hay que hacer cosas más importantes que perder tiempo caminando despacio al salir del vagón. Salgo de la estación, subo las escaleras que dan a la vereda, y antes que ver cualquier cosa, lo primero que llega a mí es el sabor a carne asada: anticuchos (raro desde luego ya que es recién mayo), pollo y papás fritas. Más allá alguien ofrece cambiarme la mica a la pantalla de mi celular, veo cruzar ofrecimientos, ofertas que, según quienes me gritaban, jamás volvería a ver en ningún otro lado. Pero todo es rápido: ni siquiera camino, sino que alguien me empuja, siento a alguien fumar, siento que toda la Estación Central fuma: todo Meiggs me usa de cenicero. Pero no me importa ser cenicero si es que logro llevar a Estación Central, combinación con el servicio Alameda-Nos, la que dice la voz que está fuera de servicio, pero a la vez la única que llega a San Bernardo, especialmente diseñada para devolver a sus casas a los ambulantes que colman las calles ahora mismo.
En medio de todo los ruidos alcanzo a oír una sirena, y los vendedores más astutos, acostumbrados a jugar el triste juego del corre-que-te-pillo, que conocen las calles más oscuras y las más idóneas a las que correr, cuales magos hacen desaparecen sus productos y huyen, sin dejar de avisar a toda voz que ahí vienen los pacos culiaos, que ayer fue la misma wea, que ya no está la mano, que no están los ánimos pa caer en cana otra vez. Quedan, como siempre, los más lentos: los haitianos a los que se les hace pesado correr con su carro lleno de aceite, pollo asado y ketchup, mostaza y mayonesa; los que venden zapatos charchas, que tienen que echarse al hombro todos los pares mientras ven como las paredes comienzan a parpadear y cambiar de color desde el verde, al rojo, verde, rojo, verde, rojo.
Yo sigo caminando, esquivando, no siempre con los resultados esperables, a los ambulantes, como contracorriente, yendo a enfrentar a la policía. Pero en realidad no, sólo quiero volver a San bca y tomar una taza de té. Entonces el ruido de la sirena y las luces verde y roja, verde y roja, hacen finalmente acto de presencia. Paran justo en la esquina y comienzan a repartir lumazos. Ha llegado la civilización, señores. Con su música y sus luces erótico-festivas llegan los pacos: bailando al son de las farolas, dando vuelta el aceite caliente de las ollas donde se fríen sopaipillas. Pintando Estación Central de rojo y verde. Amedrentando a los ambulantes, despojándome de esas ofertas irrepetibles, de la mica nueva que iba a tener mi celular, de todos los ofrecimientos, del pollo asado, de los anticuchos y las papas fritas.
domingo, 17 de enero de 2021
DIEZ DE NOVIEMBRE, 2020.
jueves, 24 de septiembre de 2020
SEPTIEMBRE DE NUEVO
esperándote
se me han roto las manos
se me despelleja la voz
y camino en las noches
hacia ti
te busco en el rincón del sueño
en las pequeñas noches
que me regala la luz
y sin embargo en ocasiones
te esfumas desapareces
ya no existes
y dónde estás dónde fuiste
en qué ciudad estás siendo
que calles te guardan
mamá
viernes, 27 de diciembre de 2019
UN SONETO QUE NO RECUERDO HABER ESCRITO
Quizá pido silencio y pan tostado.
Pero nada más. Que las cosas curven
sus caminos y lleguen donde deban.
Mi única necesidad es carecer.
Aporto libertad plena a las cosas.
Dejo que los sentimientos se posen
en mi el tiempo que estimen cuerdo.
Pues nada es mío. Todo es un regalo
(muchas veces de mal gusto y aciago)
que segundos antes perteneció al mundo.
Yo creo en las cosas y en los caminos,
en las manos y en los ojos que no veo.
Y desde aquí espero que todo llegue.
domingo, 25 de agosto de 2019
EYR
El último dolor de cabeza y el silencio. Días comunes traen a personas comunes, y no hace falta recalcar que aquí no pasa nada nuevo. Ni un pájaro que no sea plomo se posa sobre los postes de alumbrado, no llegan leones y se comen a los niños que juegan allí afuera. Todo es tan común y bello.
Pero el último dolor de cabeza y a dormir. El último dolor de cabeza y el silencio. La soledad pegada en el zapato izquierdo, una música lejana que no alcanza a tocar mi puerta, las lavadoras funcionando día y noche. Dos horas antes de las diez cae el sol. Partido de fútbol de Domingo. La cancha de tierra que hoy es de cemento, las plazas, los bancos. Cortázar enlatado en mil dos páginas. El intentar no ser gente, ser algo más, transmutar mi cuerpo a papel celofán, ser cemento, ser una cuerda de guitarra. No servir. Mezclarme con el viento mientras camino. Dibujar una palabra para borrarla después. El último dolor de cabeza y el silencio.