martes, 18 de octubre de 2022

QUÉ NOMBRE LE PONGO A ESTA WEA DE CRÓNICA

 

Todo era felicidad en las poblaciones que rodeaban a la nueva estación Lo Blanco. Desde hace meses los pobladores venían viendo cómo poco a poco se iba levantando un supermercado azul en lo que antes era un peladero. Con su existencia, había crecido el flujo de vehículos, se habían instalado taxistas, y los pasajeros del metro-tren, al bajarse de los trenes, ahora tenían la posibilidad de comprar todo lo necesario para vivir. Años edificándose, años de no-avance-en-las-obras por robo de material, hasta que una mañana apareció allí, gigante y azul, el supermercado, con las puertas abiertas y con todo tipo de productos disposición de los pobladores.

El impacto del dieciocho de octubre, del que todos repiten su encanto y grandeza, no atravesó todo Chile ni todas las poblaciones de Santiago. En la población Santa Rosa, en el Refugio, en Villa Chena o en la Panamericana no pasó nada revolucionario: esa tarde los cabros chicos llegaron del colegio, se cambiaron de ropa, jugaron en la calle hasta que la sombra se extendió por el pasaje; los viejos salieron a comprar el pan y se demoraron en llegar a casa, eso sí, comentando con su vecino lo que la tele andaba diciendo sobre la mansa cagaita que estaba quedando en Plaza Italia, y pensando si es que llegaría a pasar algo parecido en San Bernardo: “¿Cree usted? Yo la verdad creo que no. Esas cosas pasan allá no más, difícil, veo difícil que pase algo por aquí”.

Pero mientras el viejo cerraba la puerta y encendía el hervidor para servir el té, y mientras el niño entraba a su casa, despidiéndose desde la puerta de su amigo, entusiasmado porque el día siguiente volverían a jugar, mientras se extendía la calma y la cotidianidad por los pasajes sanbernardinos, cuadras más allá reventaban el supermercado azul, motivo de orgullo de pobladores y empresarios.

Por allá se rumoreaba que había chipe libre, que nadie llegaría a dispersar ni a tomar detenidos porque a los pacos los habían llamado para asistir los desórdenes del centro de Santiago. No había policía en toda la comuna, por lo que mientras todos tomaban once y veían tele, en San Bernardo no había mall chino, servicentro ni supermercado que a esas horas no comenzara a ser saqueado.

Comenzaban a llegar autos, camionetas e incluso camiones llenos de pobladores que siempre habían querido comprar en el supermercado azul y que sin embargo no se puede no más po, usted me entiende. La caminata de la gente que a esa hora transitaba por avenida Lo Blanco se veía interrumpida por una voz que, desde una camioneta, le invitaba a unirse al saqueo, para robarse aunque sea un celu porque esas weas sí que son caras y ahora el supermercado azul las estaba regalando. Los estacionamientos se llenaron de autos, que ahora no llevaban dentro suyo clientes, sino saqueadores que justo en ese momento pasaron a definirse como profesionales. Corría la gente por los pasillos. Alegría, alegría de tener lo que nunca se tuvo. Carnes, dulces, leche, congelados, todo tipo de producto era idóneo para ser saqueado. Casi eran sombras los cuerpos que corrían por los pasillos. No había ningún guardia que revisara las mochilas. Las cámaras de seguridad habían sido arrancadas y ahora sólo eran pateadas de aquí pa allá por las patas de los saqueadores. No se tenía que hacer fila porque los productos ya no se pasaban por caja. Completa y democrática libertad dentro del supermercado azul.

Eso sí, en medio del saqueo sí existía una ley: nadie podía entrar al sector de tecnología. Ley impuesta por un grupo de traficantes que, con fierro en mano, habían rodeado toda la sección que incluía teléfonos, computadores, impresoras y televisores. De acá pa allá todo lo que quieran, pero esto es pa nosotros, decían.

Los rumores sobre la policía eran ciertos. Nunca llegó ni un retén. La gente corrió por los pasillos todo lo que quiso, se llevó todo lo que necesitaba e incluso un poquito más. Pelado quedó el supermercado azul. Cayó por completo la noche y, cuando todos dormían, sorpresivamente se encendió y quemó por completo. Vaya a saber uno por qué pasan esas cosas. Pero la cierto es que se quemó y ahí volvió a estar el potrero de siempre, sólo que ahora con un restos de cemento.

Al día siguiente todo eran rumores, pero de otro estilo. Se hablaba de que el vecino bombero tenía carne hasta para regalar, que el guatón Raúl había salido del supermercado con dos teles bien grandes subidas a un carrito y que se había  ido caminando con él, cruzando el puente del canal silbando y cagado de la risa, y que la gente, en fin, es tan aprovechadora y que no más habían visto la oportunidad y habían saltado. Vaya a saber uno si los rumores eran verdad (es que se dicen tantas cosas por estas calles). Lo único cierto es que el día después del dieciocho de octubre todos tenían tele nueva e hicieron asado porque el supermercado azul, el que se había puesto hace poco cerca de la estación, andaba regalando carne. Nada revolucionario pasó en el octubre de estas poblaciones sanbernardinas, pero desde luego la tele pasó a verse mejor y se pudo comer carne, cerdo y pollo.

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