domingo, 17 de enero de 2021

DIEZ DE NOVIEMBRE, 2020.




El sol comienza a perder fuerza sobre la casa. Estamos solos, nada hay que nos consuele. Recuerdo como un niño la postal andina: grandes montañas, enfurecidas, intentaban partir nubes en dos. El infinito pensamiento que rodeó lo subida, los aleteos del viento. Recuerdo una ciudad blanca, un gran cúmulo de piedras que se obstinada en seguir viviendo entre tanta maleza y ríos y flores y árboles incontables. Arequipa, Cusco. Mercados, carnes, verduras, frutas, manos viejas acostumbradas a los cuchillos, a rebanar mangos, a repartir las carnes, esa vieja técnica que perdura de mano en mano y que no se sabe de su existencia sino hasta que se le nombra.

Trenes, rieles, infinitas bocinas, gritos, ofrecimientos. Recuerdo todo como un niño que espera dormirse, y que en esa pequeña espera intenta recordar lo agradable, lo que no causa daño entre tanta espina que rodea a la noche.

La espera en el avión, cuántas fotos esperan sacar, han dimensionado adónde nos vamos, cuánto hemos esperado este momento, de pronto el avión se inclinaba, se apagaban las luces y al percatarme ya todos habían cerrado sus ojos. La oscuridad, la esperanza, el querer saber que será, adonde iremos, adonde realmente vamos. Mamá, papá, hermano, entre tanta espina que rodea a la noche.