lunes, 3 de octubre de 2022

CRÓNICA DE UNA TARDE-NOCHE EN ESTACIÓN CENTRAL


      Estación Central, combinación con el servicio Alameda-Nos, se encuentra fuera de servicio, repetía una y otra vez una voz por los monótonos altavoces. El vagón del metro nunca es silencioso, siempre hay un producto, de carácter indispensable, que se ofrece por sus pasillos, siempre llora el mismo niño, siempre los ruidos acrecientan el querer-salir-corriendo, la asfixia y la falta de aire tan características del volver a casa después de una salida. Mi misión era llegar a Estación, pero la voz de los altavoces me recordaba que debía bajarme en la estación anterior, que es pleno invierno, que son las seis de la tarde, que a estas horas no queda luz natural y que, si se le reza a los dioses correctos, quizás haya alguna farola que alumbre el camino al metro.

        Pronto se abren las puertas, voy asfixiado aún, buscando un poco de aire entre todo el tumulto que camina deprisa porque se debe llegar a cocinar, porque mañana será otro día, porque a las siete juega el colo, porque, porque siempre hay que hacer cosas más importantes que perder tiempo caminando despacio al salir del vagón. Salgo de la estación, subo las escaleras que dan a la vereda, y antes que ver cualquier cosa, lo primero que llega a mí es el sabor a carne asada: anticuchos (raro desde luego ya que es recién mayo), pollo y papás fritas. Más allá alguien ofrece cambiarme la mica a la pantalla de mi celular, veo cruzar ofrecimientos, ofertas que, según quienes me gritaban, jamás volvería a ver en ningún otro lado. Pero todo es rápido: ni siquiera camino, sino que alguien me empuja, siento a alguien fumar, siento que toda la Estación Central fuma: todo Meiggs me usa de cenicero. Pero no me importa ser cenicero si es que logro llevar a Estación Central, combinación con el servicio Alameda-Nos, la que dice la voz que está fuera de servicio, pero a la vez la única que llega a San Bernardo, especialmente diseñada para devolver a sus casas a los ambulantes que colman las calles ahora mismo.

        En medio de todo los ruidos alcanzo a oír una sirena, y los vendedores más astutos, acostumbrados a jugar el triste juego del corre-que-te-pillo, que conocen las calles más oscuras y las más idóneas a las que correr, cuales magos hacen desaparecen sus productos y huyen, sin dejar de avisar a toda voz que ahí vienen los pacos culiaos, que ayer fue la misma wea, que ya no está la mano, que no están los ánimos pa caer en cana otra vez. Quedan, como siempre, los más lentos: los haitianos a los que se les hace pesado correr con su carro lleno de aceite, pollo asado y ketchup, mostaza y mayonesa; los que venden zapatos charchas, que tienen que echarse al hombro todos los pares mientras ven como las paredes comienzan a parpadear y cambiar de color desde el verde, al rojo, verde, rojo, verde, rojo.

        Yo sigo caminando, esquivando, no siempre con los resultados esperables, a los ambulantes, como contracorriente, yendo a enfrentar a la policía. Pero en realidad no, sólo quiero volver a San bca y tomar una taza de té. Entonces el ruido de la sirena y las luces verde y roja, verde y roja, hacen finalmente acto de presencia. Paran justo en la esquina y comienzan a repartir lumazos. Ha llegado la civilización, señores. Con su música y sus luces erótico-festivas llegan los pacos: bailando al son de las farolas, dando vuelta el aceite caliente de las ollas donde se fríen sopaipillas. Pintando Estación Central de rojo y verde. Amedrentando a los ambulantes, despojándome de esas ofertas irrepetibles, de la mica nueva que iba a tener mi celular, de todos los ofrecimientos, del pollo asado, de los anticuchos y las papas fritas. 

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