Mis compañeros siempre estaban
atentos. Conocían cosas. Miraban todo lo que se movía menos los números y las
letras que se dibujaban en la pizarra. Aunque así no lo creyeran nuestros
adultos a cargo, atendíamos a la cosas, no así a la voz chillona y monótona del
profesor de matemáticas que se supone nos preparaba para la vida universitaria.
En las ventanas de nuestra sala en el segundo piso había una especie de malla
fina hecha de metal, que nos defendía de los pelotazos que salían disparados de
la olla que era esa cancha pelarodillas. Juveniles, adolescentes, mis
compañeros iban de aquí a allá riéndose de todos, repartiendo wates entre sus
cabezas, desafiando tímidamente a la inspectora que se paseaba por el minúsculo
colegio buscando a quien enderezar. Por la mañana se movían ágiles por el
colegio. Por la tarde, el sol de octubre y la clase de la señora rulienta de
química, parecían derretirnos. Pero allí iban otra vez ellos, compañeros de
media, a sentarse en la sombra de una tarima, lanzando pelotazos de una esquina
a otra de la cancha con la fe de achuntarle a esa cámara de seguridad, cagá
chica que no nos dejó nunca en paz.
La señora de delantal burdeo sabía que debía ir a espantarnos -debía amenazarnos con algo plausible y sólo así nosotros nos volveríamos, pajeros y lentos, a la sala- pero se demoraba en llegar porque había de cumplir con obligaciones de muy perentoria ejecución. Debía en primer lugar cerrar con puerta los baños de los alumnos. No vaya a ser que, diciéndole a la profesora que tenía ganas de hacer pichí, fuera al baño alguna cabra mentirosa y en realidad se arrancara a darse besos con alguien o, peor, fuera de verdad a hacer pichí. Sonaba el timbre y la señora corría hacía los baños, llaves en mano. Más rápidos, más ágiles, los cabros de otros cursos pasaban por su lado en la misma dirección. Iban a lavarse las manos, a secarse el sudor, a tirarse agua, antes que la señora golpeara bien fuerte la puerta y echara un grito pa dentro diciendo que estas no son horas de ir al baño, que tuvieron todo el recreo, que es la última vez, que díganme su nombre y curso, que van a ir a anotados. De adentro, los cabros se reían, movían en silencio y exageradamente sus bocas imitando a la vieja que se pegaba el show diario afuera. De pronto se abría la puerta y salían todos trotando, corriendo, con confores mojados, con risas adolescentes, en dirección a sus salas. La señora-paco-inspectora, sin más remedio, se limitaba a mirar desilusionada el comportamiento reaccionario, hasta bolchevique llegó a pensar una vez, que envolvía a los liceanos grises.
Desde nuestra olvidada esquina en la cancha nosotros esperábamos, callados, expectantes. Los gritos de la inspectora parecían venir de tres comunas más allá. No nos pertenecían, no eran para nosotros. Y La vieja se demoraría tanto en llegar. El recreo se extendía infinitamente, tanto que parece asomarse por mi ventana mientras escribo. Cuando veíamos dibujarse al otro lado de la cancha la silueta de la paco-señora-inspectora a alguno de nosotros se le escapa una pequeña risa. Tan graciosa y lejana parecía caminando hacia nosotros…
Que hermosos y juveniles recuerdos, tanta prisa por cumplir estructuras sociales, que de igual prisa se van momentos de compañerismo, de adolescencia
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